Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntario en
un hospital de Stanford, conocí a una niñita llamada Liz, quien sufría de una
extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de
sangre de su hermanito de cinco años, quien había sobrevivido a la misma
enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla.
El doctor explicó la situación al hermano de la niña,
y le preguntó si estaría dispuesto a darle su sangre. Yo lo vi dudar por un
momento antes de tomar un gran suspiro y decir: “Sí, lo haré si eso salva a Liz”.
Mientras la transfusión se hacía, él estaba acostado
en una cama al lado de la de su hermana, muy sonriente, mientras nosotros los asistíamos
y veíamos regresar el color a las mejillas de la niña. De pronto el pequeño se
puso pálido y su sonrisa desapareció. Miró al doctor y le preguntó con voz
temblorosa: “¿A qué hora empezaré a
morir?”
No había comprendido al doctor: pensaba que tendría
que darle toda su sangre a su hermana. Y aún así había aceptado. Eso sí que es
amor de verdad, amor desinteresado, que únicamente se preocupa por el bienestar
del otro.
¿Sabes, que en el mundo entero sólo hay alguien que te
ama de esa manera?
Sí, su nombre es el señor Jesucristo, quien dio su
vida por ti y no le importó el tener que sufrir vituperios, ni golpes, ni
ultrajes, sólo por ti, porque te ama tanto que le pareció muy poco el padecer
en lugar tuyo. Sólo te resta aceptarle a El y darle las gracias por lo que ha
hecho por ti, pídele perdón y recíbelo en tu corazón como tu Señor y Salvador.
“Porque el amor de Cristo nos
constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y
por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel
que murió y resucitó por ellos.”
II CORINTIOS 5:14-15
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