"!Gloria a Dios en las alturas, y en la Tierra paz, buena voluntad para con los hombres!"
(Lucas 2:14).
Los ángeles habían presenciado muchos acontecimientos gloriosos y tomado parte
en muchos coros de gran solemnidad alabando a su Creador todopoderoso.
Asistieron a la creación: «Cuando las estrellas todas del alba alababan, y se
regocijaban todos los hijos de Dios» (Job 38:7).
Vieron formarse la multitud de planetas en la palma de la mano de Jehová y ser
lanzados, por esa misma omnipotente mano, al espacio infinito. Habían entonado
himnos solemnes sobre numerosos mundos creados por el Todopoderoso. Habían
cantado, no lo dudamos, con frecuencia: «La bendición, y la gloria y la
sabiduría, y la acción de gracias y la honra y la potencia y la fortaleza, sean
a nuestro Dios para siempre jamás» (Apoc. 7:12).
Tampoco dudo que su canto hubiese aumentado en fuerza durante el transcurso de
las edades. Así como al ser creados, su primer canto fue un suspiro al ver a
Dios crear nuevos mundos, se añadió a este canto nueva armonía; se fueron
elevando en la escala de la adoración. Pero esta vez, al ver a Dios descender
de su trono, al Creador hacerse criatura y reposar en el seno de una mujer,
elevaron aún más la nota, y llegando al límite de la extensión de la música
angélica, entonaron las notas más sublimes de la escala divina de las alabanzas
y cantaron: Gloria a Dios en las alturas, porque sintieron que a mayor
altura no se puede llegar, ni aun la misma bondad divina. Así, el tributo de su
alabanza más sublime se rindió al acto más sublime de la divinidad.
Si es verdad que existe diferentes categorías de ángeles, elevándose por grado
su magnificencia y dignidad, según enseña el apóstol que hay «ángeles, tronos,
dominios, principados y potestades», entre estos habitantes benditos del mundo
superior e invisible, puedo imaginar que cuando la noticia primero se comunicó
a los ángeles en los confines del mundo celeste, cuando miraban desde el cielo
y vieron al niño recién nacido, reexpidieron el mensaje al punto de origen de
tal milagro, cantando:
«Oh, seres celestes del reino de gloria,
Que hoy de los astros recitáis la historia,
Al mundo, veloces, ya todos bajemos,
Al Rey de los reyes, nacido, cantemos.»
Y conforme iba el mensaje pasando de categoría en categoría, por fin los de la
«presencia», que perpetuamente sirven alrededor del trono de Dios, cogieron la
melodía y reasumiendo el canto de todos los grados inferiores, sobrepujaron a
todos en armoniosa sinfonía de adoración, a lo que prorrumpió todo el ejército:
«Alabadle, cielos de los cielos: Gloria a Dios en las alturas.»
¡Ah! No hay mortal capaz de imaginar la magnificencia de aquel canto. Y
recuérdese que si los ángeles cantaban antes y cuando el mundo se formó, sus
alabanzas salían más llenas, más potentes, más sublimes, si no más cordiales,
al ver a Jesucristo nacido de la virgen María, para ser el Redentor del hombre
caído: «Gloria a Dios en las alturas.»
La
salvación, la mayor gloria de Dios
Qué podemos aprender de esta palabra primera del cántico de los ángeles?
Naturalmente, se desprende de ésta: que la obra de la salvación constituye la
mayor gloria de Dios. Es glorificado por cada gota de rocío que brilla al
primer rayo del sol. Es magnificado su nombre en cada flor que abre su corola a
la luz, en la copa de los árboles del bosque, aun cuando viva oculta y ostente
sus colores fuera de la vista humana y sólo para esparcir su perfume en la
ignorada selva. Dios es glorificado por cada pájaro que gorjea en la rama, por
cada corderillo que salta en la pradera. ¿No le alaban los peces del mar, desde
el monstruo hasta el más pequeño pececillo? ¿No le alaba toda la creación,
excepto el hombre? ¿No le subliman las estrellas al escribir con letras de oro
su santo nombre sobre el lienzo azul de los cielos? Dice el salmista: «Los
cielos cuentan la gloria de Dios. Y la expansión denuncia la obra de sus manos.
Él un día emite palabras, al otro día. Y la una noche a la otra
noche declara sabiduría (Sal. 19:1, 2). ¿No le adoran los relámpagos cuando
reflejan su resplandor al volar como saetas de luz, iluminando la oscuridad a
media noche? ¿No le proclaman los truenos al retumbar en el espacio, como el
redoble de un inmenso tambor, a la marcha de los ejércitos de Dios? ¿No le
ensalzan todas las cosas, desde las más pequeñas hasta las más grandes? ¡Canta,
canta, universo, hasta agotarse toda tu fuerza; pero jamás nos ofrecerás canto
más bello que el cántico de la encarnación! Aun cuando toda la creación sea
como un órgano majestuoso de alabanza, no expresará jamás el contenido glorioso
del cántico de la encarnación. Hay más en ella que en la creación, más melodía
en Jesús, puesto en el pesebre, que en mundos sobre mundos girando en majestad
y gloria alrededor del trono del Altísimo.
Parémonos a pensar en ello por un momento. He aquí cómo cada atributo divino se
magnifica. ¡Qué sabiduría! Dios se hace hombre para que pueda ser justo
siendo Justificador del impío. ¡Qué poder! Porque, ¿cuándo resulta más
grande el poder, que cuando se oculta? ¡Qué poder, el de la divinidad, cuando
se despoja de sí misma y se hace carne! ¡Qué amor! Es incomparable el
que se revela en Jesús hecho hombre. ¡Qué fidelidad! ¡Cuántas promesas
se cumplen en este día! ¡Qué gracia! Y al mismo tiempo, ¡qué justicia!
Porque en la persona del recién nacido se había de cumplir la ley y en su
cuerpo precioso la venganza había de hallar satisfacción por las injurias
hechas a la justicia divina. Todos los atributos de Dios estaban maravillosamente
velados y revelados. Decidme un atributo de Dios que no esté manifestado en
Jesús y no será difícil demostrar que sólo la ignorancia es la causa de no
haberlo visto antes. La divinidad entera está glorificada en Cristo, y aunque
parte del nombre de Dios está escrito en el universo se lee con mayor claridad
en aquel que fue el Hijo del hombre y sin embargo el Hijo de Dios.
Imaginaos todo el resplandor del sol enfocado en un punto, y no obstante, tan
suavemente revelado, que pueda percibirse por el ojo humano; así, el Dios
glorioso se ha dignado bajar para que le contemplemos nacido de mujer.
Meditémoslo. ¡La misma imagen de Dios en carne mortal! ¡El heredero de todo,
acostado en un pesebre! ¡Maravilloso! ¡Gloria a Dios en las alturas! Nunca antes
se reveló Dios como ahora se manifiesta en Cristo Jesús.
Una palabra más. Es preciso que aprendamos de esto que si la salvación
glorifica a Dios, y le glorifica en grado supremo, haciendo que le glorifiquen
las criaturas superiores, se debe recordar que la doctrina que glorifica al
hombre, en vez de glorificar a Dios, en la obra de la salvación, no puede ser
el Evangelio. Los ángeles cantaron: «Gloria a Dios en las alturas.» No creen
ellos doctrina alguna que quite la corona de Cristo colocándola en la frente de
los mortales. No creen en teologías que hagan depender de la criatura humana la
obra de salivación, concediendo así la gloria al hombre. Hay predicadores que
se deleitan en predicar doctrinas que ensalzan al hombre; pero en el Evangelio
de éstos no hallan deleite ninguno los ángeles de Dios. Las únicas «buenas
nuevas» que hicieron cantar a los ángeles fueron las que ponen a Dios al
principio, al centro y al fin, en la obra de la salvación de sus criaturas y
dedican la corona sola y exclusivamente al que salva, sin auxilio humano.
«Gloria a Dios en las alturas.»
Paz
en la tierra
Cantando esto, cantaron lo que nunca habían pronunciado antes. «Gloria a Dios
en las alturas» era un Cántico muy antiguo. Lo habían cantado desde antes de la
fundación del mundo. Pero ahora cantaban lo que podríamos llamar un cántico
nuevo, ante el trono de Dios, pues añadieron el verso: «Paz en la tierra.» Esto
no lo cantaron en el huerto de Edén aunque allí había paz; pero parecía cosa
natural y apenas digna de celebrarse. Más que paz era lo que reinaba allí, pues
la gloria de Dios lo inundaba. Pero, a estas horas, el hombre había caído y
desde la caída en que un querubín con la espada candente había echado al hombre
de allí, no había habido paz en la tierra, salvo en el pecho de algunos
creyentes que habían hallado paz en la viva fuente de esta encarnación de
Cristo. Las guerras habían devastado la tierra de un extremo a otro. Los
hombres se habían degollado mutuamente, a montones. Guerras adentro y guerras
afuera. La conciencia había luchado con el hombre; el diablo había atormentado
al hombre, sugiriéndole la maldad. Desde la caída de Adán no había habido paz
en la tierra. Pero ahora aparecía el Rey recién nacido; sus pañales eran su
bandera blanca, la bandera de paz. El pesebre fue el lugar famoso donde se
firmó el tratado, según el cual cesaría la guerra entre la conciencia y él
mismo, entre la conciencia del hombre y su Dios. Entonces, en aquel día, resonó
la trompeta: «Envaina la espada, oh hombre; envaina la espada, oh conciencia,
porque ahora están en paz Dios con el hombre, el hombre con su Dios.»
¿No sentís, hermanos, que el Evangelio de Dios os proporciona la paz? ¿Dónde se
podrá hallar la paz, fuera del mensaje de Jesús? Anda, moralista; trabaja y
sufre por conseguir la paz, pero jamás la hallarás. Acude al Sinaí, tú que
confías en el cumplimiento de los mandamientos; contempla las llamas que vio
Moisés y tiembla y desespera; porque la paz no se encuentra fuera de aquel de
quien aludió el profeta cuando dijo: Un niño nos es nacido... y se llamará su
nombre... Príncipe de Paz.
Y ¡qué paz, amigos; paz como un río y justicia como las olas del mar! Es la paz
que sobrepuja todo entendimiento, que guarda nuestro corazón y nuestro
entendimiento en Jesucristo nuestro Señor. Esta paz sacrosanta entre el alma
perdonada y Dios el Perdonador, esta maravillosa reconciliación entre el
pecador y su juez, esta pacificación es la que cantaron los ángeles al
prorrumpir: «Paz en la tierra.»
Mediante nuestro Señor Jesucristo venido en carne, hay algo de paz en la
tierra, pero la paz infinita vendrá. Se levantan voces en contra de la guerra y
se rinde testimonio fiel contra este gran crimen. La religión inmaculada de
Cristo levanta su escudo de protección sobre los oprimidos y declara
detestables ante Dios la tiranía y crueldad. Cualquiera que fuera el abuso y
escarnio que se echaran sobre el verdadero ministro de Cristo, no callará en su
protesta mientras existan naciones y razas oprimidas que requieran que se
abogue en su favor, ni los siervos de Dios, si son fieles al Príncipe de Paz,
cesarán de mantener la paz entre los hombres hasta el punto a que alcance su
poder. Día vendrá en que este testimonio saldrá triunfante y las naciones no se
ensayarán más para la guerra. El Príncipe de Paz quebrará la lanza de guerra
sobre la rodilla. Él, el Señor de todos, romperá las saetas del arco, la espada
y el escudo, poniendo fin a toda batalla, y lo hará en su propia morada, en
Sión, que es más gloriosa y excelente que todas las montañas de caza (Sal.
76:3). Tan cierto como es que Jesús nació en Bethlehem, lo es que todavía
hermanará a todos los hombres y establecerá la monarquía universal de paz, de
la cual no habrá fin. Así pues, cantemos, si apreciamos la gloria de Dios,
porque el Niño recién nacido nos la revela; y cantemos si apreciamos la paz en
la tierra, porque ha venido a traérnosla.
Y ahora, a la práctica respecto a la paz. Amigo, ¿no quieres recibir a tu hijo
en casa? ¿Te ha ofendido? Hazle entrar. «Paz en la tierra.» Haya paz en tu
familia.
Hermano, ¿has hecho voto de no hablarte más con tu hermano- Búscale y dile:
«¡Oh, hermano, no se ponga el sol de este día sobre nuestro enojo.» Hazle
entrar y dale la mano. Señor comerciante, ¿tienes algún rival contra quien has hablado
estos días? Arreglaos hoy o mañana; tan pronto como podáis. Y si por algo te
inquieta la conciencia, si algo te impide que tengas paz, pídele a Dios que lo
remueva. Dile: «Oh Dios, conmigo y contigo haz que ya disfrute hoy de dulce
paz», pues notemos bien que se trata de paz en la tierra, paz en ti mismo, paz
para contigo mismo, paz con los que te rodean, paz con Dios. No descanses hasta
que la tengas.
Buena
voluntad para con los hombres
Sabiamente, terminaron los ángeles su canto con el tercer verso, diciendo:
«Buena voluntad par con los hombres.» Los filósofos han dicho que Dios tiene
buena voluntad para con los hombres, pero nunca he conocido persona alguna que
fuese consolada por semejante afirmación. Los sabios han sacado en consecuencia
de lo que han visto en la creación que Dios debe tener muy buena voluntad para
con los hombres; porque si no fuese así, nunca hubiera hecho tantas cosas para
nuestro bienestar; pero nunca he hallado persona alguna cuya alma se atreviese
a descansar en esperanza tan débil. Pero no sólo he oído hablar de miles, sino
he conocido a miles que están absolutamente ciertos de que Dios tiene buena
voluntad para con ellos, y si les preguntamos el porqué, están dispuestos a dar
contestación categórica, plena y consciente. Dicen: «Tiene buena voluntad para
con los hombres porque «de tal manera amo Dios al mundo que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida
eterna.» No se puede dar mayor prueba de bondad entre el Creador y sus
criaturas que ésta: que dé su Hijo unigénito y bien amado para que muera por
las culpas de ellas.
Aunque la parte primera es divina y la segunda llena de paz, esta tercera
conmueve más mi alma. Algunos piensan de Dios como si fuese un ser frío que odia
a la humanidad entera. Algunos le representan como existiendo sin tomarse
interés alguno en nuestros asuntos. Escuchad todos: Dios tiene «buena voluntad
para con los hombres». Ya sabéis qué quiere decir «buena voluntad». Pues bien;
todo lo que implica la palabra y mucho más tiene Dios para con vosotros, hijos
e hijas de Adán. Maldiciente, has maldecido a Dios, mas Él no te ha maldecido
en cambio; todavía te tiene buena voluntad, aun cuando tú la tengas mala para
con El. Incrédulo, has pecado gravemente contra el Altísimo. Él, en cambio, no
ha empleado su poder contra ti, porque todavía te tiene buena voluntad. Pobre
pecador, has quebrantado su ley y tienes miedo de acercarte a su trono de
misericordia, por temor de que te rechace. Escucha esto tú y cobra aliento:
Dios tiene buena voluntad para contigo, y tan buena, que aun con juramento ha
dicho: «No quiero la muerte del impío, sino que se torne el impío de su camino
y que viva» (Ezequiel 32:11). Tan buena voluntad, que además ha tenido a bien
decir: «Venid luego, y estemos a cuenta; si vuestros pecados fueren como la
grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí,
vendrán a ser como blanca lana.» Y si preguntas: «Señor, ¿cómo sabré que tienes
tan buena voluntad para conmigo?», te dirige al pesebre, diciendo: «Pecador, si
no tuviera buena voluntad para contigo, ¿habría descendido a esa cuna? Si no
tuviera buena voluntad para con la raza humana, ¿habría entregado al Hijo
unigénito para que se identificara con esa raza, para que redimiese de la
muerte a sus miembros?» Vosotros que dudáis del amor del Maestro, contemplad
este coro de ángeles; contemplad el brillo de su gloria; escuchad su canto y
que en él se ahoguen vuestras dudas y que se entierren en esa armonía. Tiene
buena voluntad para con los hombres: está dispuesto a perdonar, dispuesto a
remitir la iniquidad, la transgresión y el pecado. Y notad que si Satanás
añadiera: «Si bien Dios tiene buena voluntad, no puede prescindir de su
justicia; y por lo mismo, su bondad puede resultar ineficaz y tú puedes morir y
perecer.» Si tal sucediese, escucha tú la primera parte del cántico: «Gloria a
Dios en las alturas», y responde al enemigo en todas sus tentaciones, que
cuando Dios manifiesta su buena voluntad para con el pecador arrepentido, no
sólo le viene la paz al corazón, sino el acto proporciona gloria a cada
atributo de Dios; siendo El justo y, sin embargo, Justificador del pecador que
cree.
Expresiones
proféticas
En las palabras de nuestra meditación hay expresiones proféticas. Cantaron los
ángeles:
"Gloria a Dios en las alturas. En la tierra paz,
Y buena voluntad para los hombres".
Pero miro a mi alrededor y ¿qué veo? No veo a Dios honrado. Veo al mundo pagano
inclinarse ante los ídolos. Miro a mi alrededor y veo a los tiranos
enseñorearse de los cuerpos y de las almas. Viven olvidados de Dios. Contemplo
la carrera de codiciosa multitud en pos de Mammón; veo la carrera sangrienta de
la multitud en pos de Moloc; veo la ambición olvidada de Dios cabalgando a
trav6s del país cual Nimrod, deshonrando su nombre. ¿Fue esto acaso lo que hizo
cantar a los ángeles: «Gloria a Dios en las alturas»? Ciertamente que no. Pero
mejores días nos aguardan. Cantaron: «Paz en la tierra.» Pero todavía oigo el
clarín de la guerra y el estampido horrible del cañón. Todavía no se han
trocado las espadas en rejas de arado y las lanzas en hoces. Prevalece todavía
la guerra. ¿Cantaron acerca de esto los ángeles? Viendo como veo guerras por
todas partes, ¿creeré que los ángeles no esperaban otra cosa? No, y mil veces
no; hermanos: Cl cántico de los ángeles está lleno de profecías que se
cumplirán el día señalado.
Algunos años más, y quien los viva, verá por qué cantaron los ángeles. Algunos
años más, y el que ha de venir vendrá v no tardará. Cristo el Señor vendrá otra
vez, y cuando venga echará los ídolos de sus altares. Aniquilará toda forma de
herejía y todo vestigio de idolatría. Reinará de polo a polo, sin límite en
potencia y poderío. Reinará cuando aquel azulado cielo se repliegue como
vestidura y pase. Ni riña ni discordia afectarán al reinado del Mesías y no se
verterá sangre jamás. Colgarán alto el inútil escudo y no estudiarán más para
la guerra. Se acerca la hora cuando se cerrará para siempre el templo de Jano y
cuando el cruel Marte se desterrará del mundo. Viene el día cuando el león
comerá paja como el buey y cuando se acostará el tigre con el cabrito, cuando
el niño destetado extenderá su mano sobre la caverna del basilisco y se
entretendrá sobre la cueva del áspid. La hora se acerca. Los primeros albores
se observan. He aquí que viene con las nubes en majestad y gloria. Vendrá quien
aguardamos con esperanza y gozo, cuya venida será gloria para sus redimidos y
confusión para sus enemigos. Ah!, hermanos, cuando los ángeles cantaron
«Gloria», resonó un eco que se percibe de edad en edad hasta realizarse el
glorioso porvenir que nos aguarda.
«¡Aleluya! Cristo el Señor Dios Omnipotente Reinará eternamente.»
Volver a Indice de Mensajes de Spurgeon
No hay comentarios:
Publicar un comentario