Por: Charles Spurgeon
"Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho." Juan 14: 26
El buen anciano Simeón llamó a Jesús 'la consolación de Israel' y en verdad lo fue. Antes de Su aparición real, Su nombre era el 'Lucero de la Mañana' que ilumina la oscuridad y profetiza la llegada del alba. A Él miraban con la misma esperanza que alienta al centinela nocturno, cuando desde la almena del castillo divisa la más hermosa de las estrellas y la aclama como pregonera de la mañana.
Cuando estaba en la tierra, fue la consolación de quienes gozaron del privilegio de ser Sus compañeros. Podemos imaginar cuán prestamente acudían a Cristo los discípulos para comentarle sus aflicciones, y cuán dulcemente les hablaba y disipaba sus temores con aquella inigualable entonación de Su voz. Como hijos, ellos le consideraban como un Padre; a Él presentaban toda carencia, todo gemido, toda angustia y toda agonía, y Él, cual sabio médico, tenía un bálsamo para cada herida; Él había confeccionado un cordial para cada una de sus penas; y dispensaba prontamente un potente remedio para mitigar toda la fiebre de sus tribulaciones.
¡Oh, debe haber sido muy dulce vivir con Cristo! En verdad las aflicciones entonces no eran sino gozos enmascarados, porque proporcionaban la oportunidad de acudir a Jesús para alcanzar su alivio. ¡Oh, que hubiéramos podido posar nuestras cabezas sobre el pecho de Jesús, y que nuestro nacimiento hubiera sido en aquella feliz época que nos habría permitido escuchar Su amable voz, y contemplar Su tierna mirada, cuando decía: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados"!
Pero ahora se acercaba la hora de su muerte. Grandes profecías iban a ver su cumplimiento, y grandes propósitos iban a ser cumplidos, y por ello, Jesús debía partir. Era menester que sufriera, para que se convirtiera en la propiciación por nuestros pecados. Era menester que dormitara durante un tiempo en el polvo, para que pudiera perfumar la cámara del sepulcro a fin de que:
"Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho." Juan 14: 26
El buen anciano Simeón llamó a Jesús 'la consolación de Israel' y en verdad lo fue. Antes de Su aparición real, Su nombre era el 'Lucero de la Mañana' que ilumina la oscuridad y profetiza la llegada del alba. A Él miraban con la misma esperanza que alienta al centinela nocturno, cuando desde la almena del castillo divisa la más hermosa de las estrellas y la aclama como pregonera de la mañana.
Cuando estaba en la tierra, fue la consolación de quienes gozaron del privilegio de ser Sus compañeros. Podemos imaginar cuán prestamente acudían a Cristo los discípulos para comentarle sus aflicciones, y cuán dulcemente les hablaba y disipaba sus temores con aquella inigualable entonación de Su voz. Como hijos, ellos le consideraban como un Padre; a Él presentaban toda carencia, todo gemido, toda angustia y toda agonía, y Él, cual sabio médico, tenía un bálsamo para cada herida; Él había confeccionado un cordial para cada una de sus penas; y dispensaba prontamente un potente remedio para mitigar toda la fiebre de sus tribulaciones.
¡Oh, debe haber sido muy dulce vivir con Cristo! En verdad las aflicciones entonces no eran sino gozos enmascarados, porque proporcionaban la oportunidad de acudir a Jesús para alcanzar su alivio. ¡Oh, que hubiéramos podido posar nuestras cabezas sobre el pecho de Jesús, y que nuestro nacimiento hubiera sido en aquella feliz época que nos habría permitido escuchar Su amable voz, y contemplar Su tierna mirada, cuando decía: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados"!
Pero ahora se acercaba la hora de su muerte. Grandes profecías iban a ver su cumplimiento, y grandes propósitos iban a ser cumplidos, y por ello, Jesús debía partir. Era menester que sufriera, para que se convirtiera en la propiciación por nuestros pecados. Era menester que dormitara durante un tiempo en el polvo, para que pudiera perfumar la cámara del sepulcro a fin de que:
"Ya no fuera más un osario que cerque
Las reliquias de la perdida inocencia."
Era menester que tuviera una resurrección, para que nosotros, que un día seremos los muertos en Cristo, resucitemos primero, y nos plantemos sobre la tierra en cuerpos gloriosos. Y era menester que ascendiera a lo alto para llevar cautiva la cautividad, para encadenar a los demonios del infierno, para atarlos a las ruedas Su carruaje y arrastrarlos cuesta arriba a la colina del alto cielo, para hacerles vivir una segunda derrota que será infligida por Su diestra cuando los arroje desde los pináculos del cielo hasta las más hondas profundidades de abajo. "Os conviene que yo me vaya", -dijo Jesús- "porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros."
Jesús debe partir. Lloren ustedes que son Sus discípulos. Jesús ha de irse. Lamenten ustedes, pobres criaturas, que han de quedarse sin un Consolador. Pero escuchen cuán tiernamente habla Jesús: "No os dejaré huérfanos." "Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre." Él no dejaría solas en el desierto a esas pobres ovejas escasas; Él no desampararía a Sus hijos dejándolos huérfanos. No obstante que tenía una poderosa misión que en verdad le ocupaba alma y vida; no obstante que tenía tanto que llevar a cabo, que habríamos podido pensar que incluso Su gigantesco intelecto estaría sobrecargado; no obstante que tenía tanto que sufrir, que podríamos suponer que Su alma entera estaba concentrada en el pensamiento de los sufrimientos que tenía que soportar, sin embargo, no fue así; antes de irse proporcionó reconfortantes palabras de consuelo; como el buen samaritano, derramó aceite y vino; y vemos qué es lo que prometió: "Les enviaré otro Consolador; uno que será justo lo que Yo he sido, e incluso será algo más: les consolará en sus angustias, disipará sus dudas, les reconfortará en sus aflicciones, y estará como mi vicario en la tierra, para hacer lo que Yo habría hecho, de haberme quedado con ustedes."
Antes de que predique acerca del Espíritu Santo como el Consolador, debo hacer una o dos observaciones acerca de las diferentes traducciones de la palabra "Consolador". La traducción de la Biblia de Reims, que ustedes saben que fue adoptada por los católicos romanos, ha optado por dejar esa palabra en el idioma original, y la ofrece como "Paráclito". "Mas el Paráclito, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho". Esta es la palabra griega original, que significa otras cosas además de "Consolador". Algunas veces quiere decir monitor o instructor: "Les enviaré otro monitor, otro maestro". Frecuentemente significa: "Abogado"; pero el significado más común de la palabra es el que tenemos aquí: "Les enviaré otro Consolador". Sin embargo, no podemos pasar por alto esas otras dos interpretaciones, sin decir algo sobre ellas.
"Les enviaré otro maestro". Jesucristo fue el maestro oficial de Sus santos mientras estuvo en la tierra. A nadie llamaron Rabí excepto a Cristo. No se sentaron a los pies de ningún hombre para aprender sus doctrinas, sino que las recibieron directas de labios de Aquel de quien se dijo: "¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!" "Y ahora", -dice Él- "cuando me vaya, ¿dónde podrán encontrar al gran maestro infalible? ¿Les habré de constituir a un Papa en Roma, a quien acudirán, y quien será su oráculo infalible? ¿Les daré los concilios de la iglesia que tendrán por fin decidir todos los puntos intrincados?" Cristo no dijo tal cosa. "Yo soy el Paráclito o el Maestro infalible, y cuando me vaya, les enviaré otro maestro y Él será la persona que ha de explicarles la Escritura; Él será el oráculo de Dios con autoridad que pondrá en claro todas las cosas oscuras, develará los misterios, desenredará todos los nudos de la Revelación y les hará entender aquello no podrían descubrir, a no ser por Su influencia."
Y, amados, nadie aprende rectamente algo, si no es enseñado por el Espíritu. Podrían aprender la elección, y podrían conocerla de tal manera que fueran condenados por ello, si no fueran enseñados por el Espíritu Santo, pues he conocido a algunas personas que han aprendido la lección de la elección para destrucción de sus almas; la aprendieron al punto que dijeron que eran de los elegidos, siendo así que no poseían señales, ni evidencias y ni obra alguna del Espíritu Santo en sus almas. Hay una forma de aprender la verdad en la universidad de Satanás, y de sostenerla en el libertinaje; pero si es así, será a sus almas como veneno a sus venas, y demostrará ser su ruina sempiterna.
Nadie puede conocer a Jesucristo a menos que sea enseñado por Dios. No hay doctrina de la Biblia que pueda ser aprendida de manera segura, plena y verdadera, excepto por la agencia del único maestro que posee la autoridad. ¡Ah!, no me hablen de los sistemas ni de los esquemas de la teología; no me hablen de comentaristas infalibles, o de doctores sumamente instruidos y sumamente arrogantes; sino háblenme del Grandioso Maestro que nos ha de instruir a nosotros, los hijos de Dios, y nos hará sabios para entender todas las cosas. Él es el Maestro; no importa lo que este o ese hombre digan; no me apoyo en la jactanciosa autoridad de nadie, ni ustedes lo hacen tampoco. Ustedes no se dejan llevar por la astucia de los hombres, ni por el ardid de las palabras; este es el oráculo que cuenta con la autoridad: el Espíritu Santo, que descansa en los corazones de Sus hijos.
La otra traducción es abogado. ¿Han pensado alguna vez cómo puede decirse que el Espíritu Santo sea un abogado? Ustedes saben cómo Jesucristo es llamado Admirable, Consejero, Dios fuerte; pero ¿por qué puede decirse que el Espíritu Santo es un abogado? Yo supongo que es por esto: Él es un abogado en la tierra para argumentar en contra de los enemigos de la cruz. ¿Por qué Pablo pudo argumentar con tanta eficacia ante Félix y Agripa? ¿Por qué los apóstoles permanecieron impertérritos delante de los magistrados, y pudieron confesar a su Señor? ¿Por qué ha sucedido que, en todos los tiempos, los ministros de Dios se volvieran intrépidos como leones, y sus frentes fueran más firmes que el bronce, sus corazones más rígidos que el acero, y sus palabras como el lenguaje de Dios?
Vamos, es simplemente por esta razón: no era el hombre quien argumentaba, sino Dios el Espíritu Santo era quien argumentaba por su medio. ¿No han visto alguna ocasión a un ministro denodado, con manos alzadas y ojos llenos de lágrimas, argumentando con los hijos de los hombres? ¿Nunca han admirado ese cuadro proveniente de la mano del viejo John Bunyan? Una persona circunspecta con los ojos alzados al cielo, el mejor de los libros en su mano, la ley de la verdad escrita sobre sus labios, el mundo a su espalda, estando en posición de argumentar con los hombres, y con una corona de oro colocada sobre su cabeza.
¿Quién le dio a ese ministro un comportamiento tan bendito y un asunto tan excelente? ¿De dónde provino su destreza? ¿Acaso la obtuvo en la universidad? ¿Acaso la aprendió en el seminario? ¡Ah, no!; la aprendió del Dios de Jacob; la aprendió del Espíritu Santo, pues el Espíritu Santo es el grandioso consejero que nos enseña cómo abogar su causa rectamente.
Pero, además de esto, el Espíritu Santo es el abogado en los corazones de los hombres. ¡Ah!, he conocido hombres que rechazan una doctrina hasta que el Espíritu Santo comienza a iluminarlos. Nosotros, que somos los abogados de la verdad, somos frecuentemente unos muy pobres argumentadores; estropeamos nuestra causa por culpa de las palabras que usamos; pero es una misericordia que el alegato esté en la mano de un argumentador especial, que abogará exitosamente y vencerá la oposición del pecador. ¿Acaso se enteraron jamás que alguna vez fallara?
Hermanos, me dirijo a sus almas: ¿no les convenció Dios de pecado en tiempos pasados? ¿No vino el Espíritu Santo y les demostró que ustedes eran culpables, aunque ningún ministro hubiere podido sacarlos jamás de su justicia propia? ¿No abogó la justicia de Cristo? ¿No llegó para decirles que sus obras eran como trapo de inmundicia? Y cuando ya casi habían decidido no escuchar Su voz, ¿no trajo consigo el tambor del infierno haciéndolo sonar junto a sus oídos, y pidiéndoles que miraran a través de la perspectiva de años futuros para ver el trono establecido, y los libros abiertos, y la espada blandida, y el infierno ardiendo, y los diablos aullando, y los condenados chillando por siempre? ¿Y no los convenció de esa manera del juicio venidero? Él es un poderoso abogado cuando argumenta en el alma acerca de pecado, de justicia y del juicio venidero.
¡Bendito abogado, argumenta en mi corazón, argumenta con mi conciencia! Cuando peque, infunde valor a mi conciencia para que me lo diga; cuando yerre, haz hablar a la conciencia de inmediato; y cuando me aparte y me vaya por caminos torcidos, entonces aboga la causa de la justicia, y ordéname que me quede en confusión, conociendo mi culpabilidad a los ojos de Dios.
Pero hay todavía otro sentido en el que el Espíritu Santo intercede, y es que aboga nuestra causa con Jesucristo, con gemidos indecibles. ¡Oh alma mía, tú estás a punto de estallar dentro de mí! Oh corazón mío, tú estás henchido de dolor; la marea ardiente de mi emoción está muy cerca de desbordar los canales de mis venas. Anhelo hablar, pero el propio deseo encadena mi lengua. Deseo orar, pero el fervor de mi sentimiento reprime mi lenguaje. Hay un gemido interior que no puede ser expresado. ¿Saben quién puede expresar ese gemido, quién puede entenderlo, y quién puede ponerlo en un lenguaje celestial y enunciarlo en la lengua del cielo, para que Cristo lo oiga? ¡Oh, sí!, es Dios el Espíritu Santo; él aboga nuestra causa con Cristo, y luego Cristo la aboga con Su Padre. Él es el abogado que intercede por nosotros con gemidos indecibles.
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